Han sido setecientos kilómetros en nueve días, son muchos. La distancia entre Madrid y Girona, por ejemplo. Todos y cada uno de estos kilómetros han sido de disfrute tintados de sufrimiento. De ese sufrimiento que complace porque deja muchos recuerdos y serrín en los músculos, del que volverás a buscar en otra ocasión. Es el condimento imprescindible para una aventura.
Mientras el serrín se almacenaba en los músculos, las imágenes inundaban nuestra retina. La más recurrente en el transcurso de las jornadas eran los campos de cereales, principalmente trigo y maíz. En todas las regiones que visitamos, de norte a sur, el cultivo predominante eran estos cereales. Como el viento nunca se detenía, se generaba un baile hipnótico, el vaivén de las plantas de cereal y el sonido de hojarasca seca. Lejos de las grandes ciudades, cuando el silencio gobernaba, este ruido se convertía en musical. Creo que nuestra mente no conserva mejor recuerdo que los descansos que tomamos para observar esos campos de cereales bailando al capricho del viento.
Campos de trigo en Udby.
Dos aspectos nos llamaron mucho la atención al atravesar poblaciones,
grandes y pequeñas. El primero de ellos, la soledad de los pueblos y ciudades.
Es sorprendente la poca gente que nos cruzamos en la mayoría de las urbes por
las que pasamos, con excepción de las principales ciudades del país. Era algo fantasmal.
El segundo fenómeno era la calidad de las construcciones: se podrían contar con
los dedos de las manos las casas en mal estado que pudimos ver. El diseño
escandinavo que nos suena a piezas innombrables que no terminan de encajar
alcanza el clímax en las casas de Dinamarca. Creo que a la vigesimoséptima casa
maravillosa deje de decir "en esa casa viviría yo".
Playa de Gilleleje.
Así concluyó nuestra visita a Dinamarca, pensando en ello y que todavía nos queda la parte más septentrional por visitar. Aquí lo dejamos.... de momento.